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Hay que pasar POR Riaza, pero hay que pasar también DE Riaza.

Riaza, Segovia, noble y acogedora villa que bien merece un distendido paseo… en noviembre. O en febrero. O en cualquier mes que no se llame agosto, cualquier día que no sea el de la virgen de agosto. Es martes 15 y Riaza es un hervidero, otro de tantos hervideros patrios en el día más vacacional del mes más vacacional del año. Parece imposible no ya aparcar (que ni nos lo planteamos siquiera) sino incluso atravesarlo, requisito indispensable para llegar a nuestro destino. Para seguir esas dos flechas aparentemente contradictorias que indican el camino a los pueblos rojos y a los pueblos negros; como si ambos colores pudiesen confluir (casi) en el mismo lugar.

IMG_20170815_173013_HDRRojo, para empezar. Rojo arcilloso en las faldas de esa Sierra de Ayllón, para que no resulte difícil deducir de dónde obtenían la materia prima para hacer las casas. Rojo es Villacorta a la derecha del camino, rojo que nos tienta y en el que pararíamos si no fuera ya tan tarde, si hubiéramos planificado la excursión con la debida antelación. Tendrá su momento, acaso cualquier otro día menos pensado como éste. Hoy no. Hoy nuestro objetivo nos pilla unos pocos kilómetros más allá.

Madriguera no es escondrijo sino nombre, nombre que evoca profundidad por razones obvias. Madriguera nos recibe con una señal de peligro que advierte de que hay niños en libertad, menos mal que nos lo avisan no vaya a ser que nos pille de sorpresa. Reconforta saber que no se han extinguido y que no los tienen recluidos en jaulas. Habría sido un punto añadir otra señal que advirtiera de la peligrosa presencia de turistas en libertad pero supongo que eso ya les pareció demasiado, en su lugar prefirieron informarnos de que el pueblo es pequeño y redirigirnos al parking. Sabia decisión.

El presunto parking es apenas un recodo al otro lado de la tapia de la iglesia, aparentemente escaso, en realidad más que suficiente. Porque esa es quizá la primera maravilla, descubrir que el turismo masivo aún no ha llegado a Madriguera, ni siquiera en un mes ni en un día como éste.IMG_20170815_170311_HDR Hay gente, sí; pero poca, discreta y fácilmente manejable, nada que ver con los tumultos de otras latitudes. Nada que ver con esas santillanas, albercas, cudilleros o mojácares en las que (a poco que vayas cuando va todo el mundo) tienes casi que pedir la vez para doblar una esquina, no digamos ya para hacer una foto. Aquí no. Madriguera es una preciosidad pero el común de los mortales aún no lo sabe, ni falta que le hace.

Mi hijo (embrión de presunto arquitecto, si el tiempo no lo impide y su expediente académico lo permite) me habla de gentrificación, concepto complejo que no intentaré explicarles porque no soy el más indicado para ello y porque para eso está Gúguel que lo hace muchísimo mejor que yo. Digamos que Madriguera es guapo pero además se ha puesto guapo, fruto (supongo, desde la ignorancia) de oportunas subvenciones para las sucesivas restauraciones, siempre y cuando éstas sean respetuosas con el conjunto urbanístico original. Fuera por lo que fuese el resultado da gloria verlo, y ello aún a pesar de (o gracias a) esa extraña sensación como de recién pintado (y recién solado) que transmite a nuestro paso. Como que casi da cosa rozarte con sus paredes, no te vayas (o las vayas) a manchar.

En Madriguera no hay tiendas (que yo viera), casi no hay ni bares (pásmense)… pero sí hay un restaurante, y qué restaurante. La Pizarrera, nombre paradójico porque la pizarra así a priori no parece abundar por aquellos pagos (aún tardaré unas horas en descubrir cuán equivocado estoy).IMG_20170815_165457_HDR Comimos como dioses, mal está el decirlo cuando se es ateo pero así fue, tal cual. Flores de calabacín en tempura, croquetas de jamón y huevo, conejo con salsa de boletus, carrillera, entrecot, mousse de chocolate negro, tarta de queso, crema de turrón, todo ello bien regado y administrado como no podía ser de otra manera. Cuentan las buenas lenguas internáuticas que Echanove (sí, ese Echanove) anda detrás de todo aquello, nosotros no tuvimos el placer de verlo pero sí vimos al encargado que a la salida tuvo a bien regalarnos un puñado de tomates negros (así los llaman) de su propio huerto. No les voy a engañar, no es barato, la broma nos salió por algo más de cien euros, a razón de treintaitantos por persona. Pero un día es un día, hay quien lo dice todos los días pero yo sólo lo digo cuando es cierto. Y aquél (cumpleaños a la par que santo de mi santa) bien que lo era.

Tras la opípara pitanza (al lado de ambas palabras debería figura en el diccionario la foto de este lugar) toca paseo, un poco por bajar la comida (requisito indispensable), otro poco por acabar de ver el pueblo. Toca dejarse envolver otra vez (y cuantas hagan falta) por sus ocres, por sus fachadas color teja que casi se confunden con las tejas propiamente dichas, esas tejas que por cierto alucinan al futuro aspirante de embrión de presunto arquitecto (o como se diga) que llevo al lado, por la sencilla razón de que aparentan estar colocadas al revés.IMG_20170815_164809_HDR No le doy explicación porque no la tengo (los padres ya no somos lo que éramos) pero sí le comento que no es la primera vez que lo observo en aquella provincia. Vayan a Segovia capital, dense un buen paseo, aprovechen alguna de las oportunidades que se les brindan para contemplar buena parte de la ciudad desde lo alto y comprobarán que es bien cierto lo que digo. Eso sí, no me pregunten por qué.

Pero se nos acaba Madriguera, es aún temprano, toca aún pensar a qué dedicamos el resto de la tarde. Mi hijo (que se ha traído la lección bien aprendida desde casa) me recuerda la existencia de los pueblos negros, afirmación ante la cual yo me paso de listo con esa típica autoridad moral que me otorgan la paternidad y la ignorancia, a partes iguales: no, los pueblos negros no están aquí, la arquitectura negra está a ese otro lado de la cordillera, en la provincia de Guadalajara: Majaelrayo, Valverde de los Arroyos, todo eso. Y es bien cierto, lo cual no significa que lo que mi hijo sostiene sea menos cierto. Haberlos haylos, no ya sin necesidad de salir de la provincia de Segovia sino sin necesidad de salir de ese término municipal de Riaza en el que llevamos ya buena parte del día (obvio es decir que Madriguera también forma parte de él). Allí mismo, vamos.

Probablemente uno de ellos sea el siguiente que nos propone la carretera, El Negredo (nada que ver con cierto afamado futbolista vallecano), por pura coherencia lingüística. Pero no iremos tan lejos. Más bien saldremos del parking atravesando la carretera principal, para tomar una minúscula bifurcación frente a la cual un letrero roñoso parece indicar El Muyo.IMG_20170815_181836_HDR El Muyo, ni puñetera, primera vez que lo veo, leo o escucho en mi vida. Pero mi hijo insiste en que tiremos para allá y decidimos darle gusto (o para ser más preciso, esta vez es él quien tira para allá, que para eso tiene recién estrenado su carnet de conducir), aún a pesar de la angosta ruta que se abre a nuestro paso. No nos vamos a arrepentir.

El Muyo es como el negativo de Madriguera, lo cual no le hace parecer menos hermoso sino todo lo contrario. El Muyo es negro, negro de pizarra, pizarra de todas clases y en todas las posiciones posibles: apilada y más o menos argamasada para crear las paredes, grácilmente superpuesta para hacer los tejados, semiderruida en tantas y tantas construcciones que fueron y hoy ya no son, y hasta acumulada en grandes montones a la entrada del pueblo, como si fuera parte tan indispensable de éste que cualquiera pudiera servirse allí de la porción que precise para sus diversos menesteres, así sean reconstruir la casa, ponerse un parche o lanzárselo de mano en mano si no hay nada mejor con que jugar. A su entera disposición.

Si Madriguera era pequeño El Muyo es ínfimo, gugléenlo y descubrirán que el Instituto Nacional de Estadística le atribuye la friolera de doce habitantes en su versión de 2016. Doce, acaso uno de ellos sea ese anciano (mucho más ancho de caderas que de hombros) que remonta trabajosamente el camino desde el valle, acaso otro de ellos sea ese otro anciano al que más tarde descubriremos en pleno ejercicio de equilibrismo, uno de esos que por más veces que lo haya visto a lo largo de mi vida nunca terminará de sorprenderme:IMG_20170815_181648_HDR de su boca emerge un puro enorme (así en longitud como en diámetro), de su boca emerge igualmente un palillo plano convencional (repárese por favor en la diferencia de grosor de ambos objetos), de su boca emerge igualmente un torrente de palabras sin que el obvio movimiento de labios haga peligrar ni por un momento la integridad de dichos objetos que contra toda lógica permanecen inalterables en su posición y horizontalidad original. No lo intenten ustedes en casa, por favor.

Pequeñez irreal la de El Muyo, de todos modos. Si en Madriguera predominaban las casas restauradas en El Muyo predominan las derruidas, si Madriguera emana luz El Muyo es sombra (aún a pesar de la solanera que está cayendo), si Madriguera se viste de gala El Muyo se cae a pedazos, no entero pero sí en parte. Aquí no ha llegado la gentrificación ni se la espera, ni falta que le hace cabría añadir. Hay pizarra pero por algún rincón asoma la uralita, hay ruina pero también dignidad, hay viviendas modestas y otras restauradas y hechas un pincel, acaso para renacer como segundas residencias. No, El Muyo no es (casi) perfecto como Madriguera, y quizás ahí resida precisamente su verdadera perfección.

En cualquier caso hoy son más de doce los que lo pueblan, bastantes más. Puede que sólo en niños ya superen esa cifra, o puede que en realidad sólo sean cuatro pero como no paran nos parezcan cuarenta. Niños en libertad, aquí sí es una realidad aunque no haya señal alguna que nos lo indique. Niños que trepan por los montones de pizarra, que se esconden en las ruinas, que se mueven a sus anchas, que corren y corren de una punta a otra del pueblo sin acabar de creerse que todo aquel espacio pueda ser para ellos solos. Niños de ciudad, niños de vacaciones que con el paso de los años recordarán con nostalgia aquellos veranos en los que nadie pudo ni quiso poner puertas al campo de su diversión.

Mientras tanto los adultos están en La Taberna, no es que yo la llame así sino que ese es el rótulo que aparece en su fachada. La Taberna es una modesta construcción ubicada en la entrada/salida del pueblo, en el mejor sitio posible, ese balcón natural que cuelga sobre el valle. Por dentro está vacía, por fuera (mesas y sillas de plástico rojo, de las de toda la vida) llena. El Muyo entero está allí, así los residentes como los eventuales, así el parroquiano del puro y el palillo como los que un día volvieron y reedificaron sobre las ruinas (físicas y morales) de sus ancestros. Por allí pasan también los niños de vez en cuando a la carrera, justo a tiempo de recibir las sucesivas admoniciones paternas que obviamente escuchan como quien oye llover;IMG_20170815_182735_HDR por allí anida también un veinteañero desesperado, aparentemente fuera de lugar y de tiempo, encaramándose al punto más alto de aquel saliente o yéndose al otro confín del pueblo en la vana búsqueda de un palito (¡uno, al menos!) de cobertura de móvil. Preguntándose acaso cómo demonios ha ido a parar al fin del mundo.

Nos hemos sentado de espaldas al pueblo (en ambos sentidos de la expresión) y de cara al valle. Para acrecentar la sensación de irrealidad, el sujeto que tenemos tras de nosotros perora y teoriza un largo rato sobre algo tan apasionante como el Monopoly (las vacaciones crean extraños compañeros de juego, tanto más en lugar tan ignoto), sobre la presunta utilidad de comprar el Paseo del Prado o la Plaza de Lavapiés o sobre si es mejor edificar casas u hoteles, que jamás pensé yo que de juego tan simple pudiese derivar estrategia tan compleja. Desconectamos, al menos hasta que otros comentarios nos saquen de nuestro ensimismamiento: los que se/nos advierten que se hace tarde, que habrá que ir recogiendo, que es muy mal día, fin de puente, fin de quincena, fin de vacaciones para muchos. Toca plegar.

Huimos, con la sana intención de ser los primeros en llegar al atasco. Atravesando otra vez sin parar el atestado casco urbano de Riaza tras haber disfrutado un día entero del término municipal de Riaza. Imponiéndonos volver, paladeando aún los efluvios rojos y negros de un día que empezamos sin saber qué hacer, pero que (por esas cosas raras de la vida) acabó saliéndonos mucho mejor que si lo hubiéramos planificado con la debida antelación.